Por Enrique López Gosálbez
Hopper es el
pintor de la soledad. Sus personajes deambulan, descansan, viajan, beben una
copa, leen un libro, toman el sol de la
mañana, esperan a la camarera… pero siempre solos, pensativos… Detrás de sus cuadros
hay una historia esperando ser desvelada. Siempre me ha gustado dar rienda
suelta a mi fantasía y ensoñar sobre el secreto que ocultan, la peripecia que esconden
las almas tristes que pueblan esos escenarios llenos de color, luz y oscuridad.
Ojalá esta pudiera dejar de ser una de esas historias esquivas y que, por una
vez tan sólo, la pluma y el pincel fueran capaces de trazar las mismas líneas y
los mismos rostros imaginados por Edward Hopper y Patricia Highsmith.
Empujada por un destino aciago, Therese
acaba recalando en Sioux Falls, en el culo del MidWest. Carol, su amante, ha
tenido que regresar apresuradamente a New York porque su marido la amenaza con
arrebatarle la custodia de su hija con las pruebas que un miserable detective
ha ido recogiendo sobre su infidelidad lésbica. Está destrozada literalmente.
Ha conducido durante horas. Cansada y humillada decide descansar en un
hotelucho para recuperar fuerzas y pensar sobre cuál será su próximo
movimiento. Hotel Warrior, muy adecuado para lo que le espera de aquí en
adelante: una lucha quizás definitiva y estéril. Cuando entra en la pequeña habitación
de paredes amarillentas y suelo enmoquetado en color verde, el alma se le viene
a los pies. Está atestada con unos antiguos muebles rojo cerezo que apestan a barniz y la cama se encuentra situada
arbitrariamente bajo una ventana cegada en el lateral más estrecho del cuarto,
de manera que el cabezal sobresale dos palmos del muro. A los pies de la cama
hay un sillón verde con el mismo tapizado de la moqueta. Una brillante y
blanquecina luz cenital invade la estancia. Tras abandonar de cualquier manera las maletas en el
suelo, Therese se
desviste morosamente, con una desgana infinita. Se despoja del vestido, del
sombrero, de las medias, de los zapatos. Su cansancio es un cansancio eterno que va más
allá del que nunca ha padecido. Y se
sienta sobre la cama con la esplendidez de su solitaria belleza de mujer agotada,
enfundada en el corselette salmón que compró para su placer y el de su amante. Entonces, vuelve a leer por enésima vez, la carta
de Carol donde se despide y le promete que pronto volverán a
encontrarse. Pero Therese sabe que nunca ha sido afortunada en el amor.
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