domingo, 19 de noviembre de 2017

HOPPER Y HIGHSMITH



Por Enrique López Gosálbez


Hopper es el pintor de la soledad. Sus personajes deambulan, descansan, viajan, beben una copa, leen un  libro, toman el sol de la mañana, esperan a la camarera… pero siempre solos, pensativos… Detrás de sus cuadros hay una historia esperando ser desvelada. Siempre me ha gustado dar rienda suelta a mi fantasía y ensoñar sobre el secreto que ocultan, la peripecia que esconden las almas tristes que pueblan esos escenarios llenos de color, luz y oscuridad. Ojalá esta pudiera dejar de ser una de esas historias esquivas y que, por una vez tan sólo, la pluma y el pincel fueran capaces de trazar las mismas líneas y los mismos rostros imaginados por Edward Hopper y Patricia Highsmith. 




Empujada por un destino aciago, Therese acaba recalando en Sioux Falls, en el culo del MidWest. Carol, su amante, ha tenido que regresar apresuradamente a New York porque su marido la amenaza con arrebatarle la custodia de su hija con las pruebas que un miserable detective ha ido recogiendo sobre su infidelidad lésbica. Está destrozada literalmente. Ha conducido durante horas. Cansada y humillada decide descansar en un hotelucho para recuperar fuerzas y pensar sobre cuál será su próximo movimiento. Hotel Warrior, muy adecuado para lo que le espera de aquí en adelante: una lucha quizás definitiva y estéril. Cuando entra en la pequeña habitación de paredes amarillentas y suelo enmoquetado en color verde, el alma se le viene a los pies. Está atestada con unos antiguos muebles  rojo cerezo que apestan a barniz  y la cama se encuentra situada arbitrariamente bajo una ventana cegada en el lateral más estrecho del cuarto, de manera que el cabezal sobresale dos palmos del muro. A los pies de la cama hay un sillón verde con el mismo tapizado de la moqueta. Una brillante y blanquecina luz cenital invade la estancia. Tras abandonar de cualquier manera las maletas en el suelo, Therese se desviste morosamente, con una desgana infinita. Se despoja del vestido, del sombrero, de las medias,  de los zapatos. Su cansancio es un cansancio eterno que va más allá  del que nunca ha padecido. Y se sienta sobre la cama con la esplendidez de su solitaria belleza de mujer agotada, enfundada en el corselette salmón que compró para su placer y el de su amante.  Entonces, vuelve a leer por enésima vez, la carta de Carol donde se despide y le promete que pronto volverán a encontrarse. Pero Therese sabe que nunca ha sido afortunada en el amor. 



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