sábado, 4 de noviembre de 2017

A DE ABANICO

Enrique López Gosálbez


Resulta sorprendente la habilidad con que las personas aprendemos a sortear las restricciones que nos imponen en materia amorosa las sociedades sexualmente represivas. Es casi una ley natural: cuanto mayor es la constricción que ejerce una sociedad  sobre el deseo, con mayor ahínco este se dota de mecanismos adaptativos   que le permiten aflorar en todo su erótico esplendor. Un delicioso ejemplo de este fenómeno podemos encontrarlo en el llamado lenguaje del abanico que inventaron las mujeres de hace un par de siglos para poder mantener conversaciones galantes y coquetear discretamente sin que su honor se viera comprometido. Decía Joseph Addison, (1672-1719) que “Los hombres tienen las espadas, las mujeres el abanico, y el abanico es, probablemente, un arma igual de eficaz”



Así, cuando una dama se abanicaba con rapidez y desenvoltura, quería decir a su pretendiente que también ella le amaba, y si lo hacía con lentitud y morosidad, el mensaje era categórico: “¡no se confunda pollo, que soy una mujer casada!”. Cerrar despacio el abanico era un “si” y hacerlo de forma rápida y violenta, unas calabazas como el Titanic de grandes. Entregarlo a su acompañante o dejarlo caer al suelo era la señal inequívoca de que todo se había terminado, fin del asunto. Por el contrario, apoyarlo sobre el pecho a la altura del corazón denotaba amor loco e incondicional. Si la enamorada se cubría el rostro con  el abanico abierto, la cosa se ponía al rojo vivo ya que este gesto invitaba a su amado a seguirla cuando se marchara, y qué decir si con el abanico a medio abrir, la bella de turno rozaba sus labios: “luego podrá besarme, caballero.”



Curiosamente, y salvo significados muy particulares, este código romántico era compartido por todo el mundo al igual que las señas del mus, por lo que el tonteo debía efectuarse con gran disimulo y economía de gestos para no dar pábulo a cotilleos y comentarios maliciosos. ¿Simple habilidad, ciencia o arte erótica?. El caso es que gracias a este sofisticado sistema de signos, nuestras bisabuelas pudieron ligar, enamorarse y tener todo tipo de líos  más o menos confesables. Y es que  no se le pueden poner barreras al océano desbocado de la pasión.



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