Resulta
sorprendente la habilidad con que las personas aprendemos a sortear las
restricciones que nos imponen en materia amorosa las sociedades sexualmente
represivas. Es casi una ley natural: cuanto mayor es la constricción que ejerce
una sociedad sobre el deseo, con mayor
ahínco este se dota de mecanismos adaptativos
que le permiten aflorar en todo su erótico esplendor. Un delicioso
ejemplo de este fenómeno podemos encontrarlo en el llamado lenguaje del abanico
que inventaron las mujeres de hace un par de siglos para poder mantener
conversaciones galantes y coquetear discretamente sin que su honor se viera
comprometido. Decía Joseph Addison, (1672-1719) que “Los hombres
tienen las espadas, las mujeres el abanico, y el abanico es, probablemente, un
arma igual de eficaz”
Así,
cuando una dama se abanicaba con rapidez y desenvoltura, quería decir a su
pretendiente que también ella le amaba, y si lo hacía con lentitud y morosidad,
el mensaje era categórico: “¡no se confunda pollo, que soy una mujer casada!”.
Cerrar despacio el abanico era un “si” y hacerlo de forma rápida y violenta,
unas calabazas como el Titanic de grandes. Entregarlo a su acompañante o
dejarlo caer al suelo era la señal inequívoca de que todo se había terminado,
fin del asunto. Por el contrario, apoyarlo sobre el pecho a la altura
del corazón denotaba amor loco e incondicional. Si la enamorada se cubría el
rostro con el abanico abierto, la cosa
se ponía al rojo vivo ya que este gesto invitaba a su amado a seguirla cuando
se marchara, y qué decir si con el abanico a medio abrir, la bella de turno
rozaba sus labios: “luego podrá besarme, caballero.”
Curiosamente,
y salvo significados muy particulares, este código romántico era compartido por
todo el mundo al igual que las señas del mus, por lo que el tonteo debía
efectuarse con gran disimulo y economía de gestos para no dar pábulo a
cotilleos y comentarios maliciosos. ¿Simple habilidad, ciencia o arte erótica?.
El caso es que gracias a este sofisticado sistema de signos, nuestras bisabuelas
pudieron ligar, enamorarse y tener todo tipo de líos más o menos confesables. Y es que no se le pueden poner barreras al océano
desbocado de la pasión.
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