Justine es una obra que comparte dos
características de difícil equilibrio: es hija de su tiempo y adelantada de la
modernidad. Publicada en 1791, fue la primera obra de Donatien Alphonse
Françoise de Sade que vio la luz pública. Fue como una certera puñalada en el
corazón de los valores e ideas del Antiguo Régimen, pero al mismo tiempo tuvo
el efecto de despertar los recelos, cuando no el estupor, de la burguesía
constructora del Nuevo. Ateismo y materialismo, dos de las ideas
inspiradoras del movimiento revolucionario, llevadas a través de la expresión perversa de Sade, a límites que aún hoy
son causa de inquietud hasta para eso que llamamos “mentalidades abiertas”. Sin
duda esta obra supone la materialización de la ruptura ideológica del Siglo de
las Luces reinterpretada por un filósofo profundo, pesimista, desquiciado y
perseguido de forma paranoica por el Poder encarnado en la persona de Napoleón
I.
Y sin embargo, es una obra moralizante...
Su temática es la eterna lucha entre el Bien y el Mal, no como conceptos puros,
sino a través de su concreción moral, como confrontación entre la Virtud y el
Vicio, la recompensa de una y el castigo del otro. Su perversa peculiaridad
estriba en la inversión de los principios cristianos, de los valores
imperantes. El Vicio triunfante por doquier y la Virtud escarnecida. De nada
sirven los preceptos religiosos y tanto ricos como pobres, monjes o
contrabandistas, prostitutas como aristócratas, salteadores de caminos o
burgueses, hacen gala de un desprecio ilimitado hacia Dios, la Pureza, la
Bondad. Así, la Dubois –ladrona y meretriz- aconseja a
Thérèse-Justine: “Deja de lado la justicia divina y sus castigos y recompensas
futuros. Todas esas estupideces solo sirven para que nos muramos de hambre. ¡Oh
Thérèse, la dureza de los ricos legitima la mala conducta de los pobres.!”.
Todos los torturadores de la pobre y virtuosa
Justine justifican sus acciones desviadas y su maldad hacia ella a través de
una filosofía natural, atea, en la que el débil debe sucumbir para majestad del
fuerte. Este es el único mandato: “Lobos que comen corderos, corderos
devorados por lobos, el fuerte que sacrifica al débil, el débil la víctima del
fuerte. He aquí la Naturaleza, sus puntos de vista, sus planes; una acción y
una reacción eternas, una muchedumbre de vicios y virtudes. En una palabra, un
perfecto equilibrio que resulta de la igualdad del bien y del mal sobre la
tierra; equilibrio esencial para el mantenimiento de los astros, de la
vegetación, y sin el cual, todo sería destruido en un instante.”
Sobre este trasfondo filosófico se suceden
las desgracias que acosan a Justine desde las primeras páginas de la obra. Y cuando
el desenlace de la misma parece que va a reinstaurar el orden moral en el mundo
y la Bondad va a ser reivindicada y premiada, ¡Zas!, un rayo
acaba con la vida de la infortunada Justine.
Pese a todo, Sade ofrece una última concesión a la esperanza (o a la censura), y permite que Juliette –la licenciosa hermana de Justine-, reniegue de su vida de excesos y abrace el camino de la virtud y el recato. Pero el equilibrio resulta escandalosamente inestable: 354 páginas de triunfo y regodeo del mal y una sola página de tímidos atisbos de bondad y arrepentimiento. No parece sino un apresurado final edificante concebido con el fin de hacer tolerable la novela a la hipócrita sociedad francesa de la época.
Pese a todo, Sade ofrece una última concesión a la esperanza (o a la censura), y permite que Juliette –la licenciosa hermana de Justine-, reniegue de su vida de excesos y abrace el camino de la virtud y el recato. Pero el equilibrio resulta escandalosamente inestable: 354 páginas de triunfo y regodeo del mal y una sola página de tímidos atisbos de bondad y arrepentimiento. No parece sino un apresurado final edificante concebido con el fin de hacer tolerable la novela a la hipócrita sociedad francesa de la época.
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