Enrique López Gosálbez
Una de las constantes culturales de las sociedades humanas es la de establecer una profunda relación entre el erotismo y el lenguaje culinario (¿Qué os había dicho?). En estos menesteres simbólicos, la lengua castellana resulta ser especialmente fecunda, de manera que los hispanohablantes podemos disfrutar de un vasto registro de expresiones populares referidas a la relación emblemática entre el sexo y la comida. Reflexionemos sobre ello.
Una de las constantes culturales de las sociedades humanas es la de establecer una profunda relación entre el erotismo y el lenguaje culinario (¿Qué os había dicho?). En estos menesteres simbólicos, la lengua castellana resulta ser especialmente fecunda, de manera que los hispanohablantes podemos disfrutar de un vasto registro de expresiones populares referidas a la relación emblemática entre el sexo y la comida. Reflexionemos sobre ello.
Sin duda, una de las que goza de mayor popularidad entre
nosotros es la de "comerse una rosca", que hace referencia al simple
hecho de mantener relaciones sexuales. Se come una rosca o un colín quien
consigue compañía sexual. Obviamente, el acto de comer parte de un estado carencial:
el hambre. No es de extrañar por tanto, que aludamos al deseo sexual en
términos de hambre. Tener hambre de sexo. "Saciar el apetito concupiscente",
que diría un cursi.
Pero claro, todo deseo supone un objeto
deseable, un manjar apetecible. "estás para comerte", piropeamos, con
airecillo antropofágico. No obstante,
como bien demuestra el sutil arte de la gastronomía, sobre gustos no hay nada
escrito y en la erótica, esta norma general se convierte en regla de oro:
"ser un bombón", “estar como un queso”, "estar más buena/o que
el pan”. Estas relaciones simbólicas entre ciertos alimentos y el sexo las
hemos establecido atendiendo no sólo a las supuestas o evidentes similitudes
morfológicas con el cuerpo y sus zonas erógenas, sino que han quedado fijadas
en nuestro inconsciente merced a la trasposición de una experiencia fruitiva y
sensual en la que se entrelazan los colores, la textura, el sabor y los aromas
junto a los sentimientos, emociones y fantasías que ciertos alimentos
despiertan en nosotros. Las posibilidades son tan variadas como abundante la despensa, así que os sugiero que cojáis el
capazo y me acompañéis a dar una vuelta por este voluptuoso mercado.
El concepto católico de lo
carnal como expresión de sensualidad es enormemente evocador. No resulta insólito
que el sexo y la carne estén íntimamente asociados en nuestro inconsciente como
términos homólogos. “Pegarse el filete”
llamábamos al sensual ejercicio de explorar la cavidad bucal del otro.
Tenemos, como no, al inefable “conejo” de mullida y sedosa piel que hiciera las
delicias del novio de la Loles
y a la “salchicha”, la “longaniza” o “el chorizo” , trasuntos visuales y
simbólicos del pene y su ardua fisiología.
Los vegetarianos y
aficionados a las vitaminas de las frutas pueden optar por las distinguidas
fresas o el más popular higo. También contamos con el humilde nabo y con la seta. De igual manera, la lengua
valenciana disfruta de la deliciosa manzana, símbolo del pecado original, la
poma (curiosamente no encontramos tal analogía en la lengua castellana aunque
si en la francesa). A esta apresurada
relación de vegetales asociados al sexo podemos añadir los melones, los cocos,
la pepitilla, la breva, el pepino, la banana, la chirivía, el chocho (el
popular altramuz), el cebollino, la cebolleta y muchos otros.
Los paladares sibaritas siempre han gustado del marisco.
No es de extrañar por tanto que los genitales femeninos (objeto-manjar) estén
llenos de exquisitas reminiscencias marineras: el mejillón, la almeja y la
ostra son buena prueba de ello. Es bien fácil de entender el carácter alegórico
de los moluscos bivalvos porque todo en ellos es sexualmente evocador. Y cómo
no mencionar al percebe (¿sabían que su pene excede en varias veces la longitud
de su cuerpo?), al mediterráneo “mabre” o al incordiante pulpo de múltiples
extremidades largas y resbaladizas o tentáculos, (no derivará acaso este término
de la ociosa y vil costumbre de tentar culos a diestro y siniestro).
En esta relación apresurada, no puede faltar la
repostería tradicional española con los bollos y bollitos jugosos y rellenos, o
el versátil buñuelo (de calabaza, de manzana, de nata o trufa…). Mención aparte
merecen los churros y porras que están conquistando los mercados
internacionales con paso firme. O los “sobaos” que despiertan recuerdos de fugaces
y cálidas despedidas en el portal de casa. Pero nada como un buen “mantecado”
que es capaz de arrancarnos del fondo del alma un prolongado “suspiro” (qué me
decís de los de Pajares).
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