Enrique López Gosálbez
El órgano sexual más importante de nuestro cuerpo no lo tenemos situado
entre las piernas, reside en el interior de nuestras cabezas. Entre
algunas de sus muy nobles y variadas capacidades, la imaginación destaca como
una función cuyo potencial erótico no depende de volúmenes o tamaños, ni se
encuentra sometida a la tiranía de la cinta métrica salvo que seas un forense
del CSI o el mismísimo Doctor Frankenstein. Con la imaginación podemos adornar y
embellecer nuestras pasiones, escapar de la tediosa rutina a la que nos condena
el aburrido instinto reproductivo con sus actos mecánicos y previsibles. Con
ella disfrutamos de nuestros cuerpos y de nuestras almas. Nos colmamos del
profundo deseo de gozar y hacer gozar, no a través de un torpe simulacro
higiénico, sino entregándonos sin reservas hasta caer rendidos y exhaustos en
brazos de la persona amada. La imaginación permite que abramos las ventanas y que entre el sol en nuestras vidas. Que un vendaval de lujuria nos arrastre sin
remedio por la dulce pendiente de la sensualidad y el erotismo, eso que nos
hace humanos, eso que nos diferencia de un gusano que se arrastra por la tierra
copulando sin ton ni son.
Imaginar es un hermoso don que todos atesoramos, aunque años de miedos y
prohibiciones lo hayan confinado al baúl de la culpa y el pecado. En algún
pequeño rincón de nuestro espíritu de hombres y mujeres libres, existe la firme
convicción de que está ahí, esperando despertar y que tan sólo es cuestión de
dar el primer paso, el más costoso, quizá. A partir de ese momento glorioso comienza a
fluir. Inseguro al principio, un poco canijillo y desabrido… pero a poco que lo
cultivemos con cariño llenará de color nuestra vida.
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