domingo, 19 de noviembre de 2017

C DE CONSOLADOR

Enrique López Gosálbez
 
 No sé por qué, pero me sigue chocando sobremanera que en esta época de igualdad de géneros y liberación de la autonomía sexual femenina, se siga denominando a ciertos juguetes eróticos como consoladores.

Tal vez se trate de una de esas manías semánticas cuyos orígenes y referentes tienen mucho de entresijo emocional y poco de sentido práctico. Pero el caso es que, tanto el objeto físico como el concepto que  se agazapa detrás del consolador, despiertan en mí una incomoda desazón, una especie de runrún intelectual como de cosa averiada muy parecido a lo que se siente cuando nos sobran tornillos después de montar un mueble de Ikea. ¿Aquí qué está pasando?, ¿Cuál es la angustiada nostalgia, la dolorosa contrariedad, la melancólica privación que se pretende atenuar por medio de este instrumento?. Porque al fin y al cabo, detrás del consuelo siempre encontramos una insuficiencia. 

El consuelo por definición no sacia, no completa, no cubre la necesidad. El consolador es un sucedáneo que puede mitigar nuestro apetito, pero que, a poco que le exijamos, revela una naturaleza imperfecta y un carácter incompleto de artefacto made in Taiwán que no acaba de satisfacer la carencia para la que fue concebido. Entonces, qué confortación, qué alivio procura este chirimbolo erótico. ¿Consuelo frente a la mecánica solicitud de un falo que llevarse a la vagina?, o más bien ¿consuelo frente a la soledad amorosa?. Quizá por eso en la Edad Media las usuarias de este utensilio doméstico lo customizaban tallando en su empuñadura el rostro y el nombre de su amante. Así se cierra el círculo infernal. Tanto alarde de pene, tanta identificación de la masculinidad hegemónica con el ovacionado pinganillo, para esto. ¿En qué triste situación quedan las supuestas penurias de la ausencia del macho cuando puede ser sustituido por una ínfima porción de su ser? 

Y por si fuera poco, a los tíos no les vibra. Qué hermosa ironía. BRRRRRR  

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