No
sé por qué, pero me sigue chocando sobremanera que en esta época de igualdad de
géneros y liberación de la autonomía sexual femenina, se siga denominando a
ciertos juguetes eróticos como consoladores.
Tal
vez se trate de una de esas manías semánticas cuyos orígenes y referentes
tienen mucho de entresijo emocional y poco de sentido práctico. Pero el caso es
que, tanto el objeto físico como el concepto que
se agazapa detrás del consolador,
despiertan en mí una incomoda desazón, una especie de runrún intelectual como
de cosa averiada muy parecido a lo que se siente cuando nos sobran tornillos
después de montar un mueble de Ikea. ¿Aquí qué está pasando?, ¿Cuál es la angustiada
nostalgia, la dolorosa contrariedad, la melancólica privación que se pretende atenuar por medio de este instrumento?. Porque al fin y al cabo, detrás del
consuelo siempre encontramos una insuficiencia.
El consuelo por definición no
sacia, no completa, no cubre la necesidad. El consolador es un sucedáneo que puede
mitigar nuestro apetito, pero que, a poco que le exijamos, revela una
naturaleza imperfecta y un carácter incompleto de artefacto made in Taiwán que no
acaba de satisfacer la carencia para la que fue concebido. Entonces, qué
confortación, qué alivio procura este chirimbolo erótico. ¿Consuelo frente a la
mecánica solicitud de un falo que llevarse a la vagina?, o más bien ¿consuelo
frente a la soledad amorosa?. Quizá por eso en la
Edad Media las usuarias de este utensilio
doméstico lo customizaban tallando en su empuñadura el rostro y el nombre de su
amante. Así se cierra el círculo infernal. Tanto alarde de pene, tanta
identificación de la masculinidad hegemónica con el ovacionado pinganillo, para esto. ¿En
qué triste situación quedan las supuestas penurias de la ausencia del macho
cuando puede ser sustituido por una ínfima porción de su ser?
Y por si fuera
poco, a los tíos no les vibra. Qué hermosa ironía. BRRRRRR
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