Cuando era joven y soltera me
horrorizaba hacer la compra de la casa, o sea, cosas de comer, de limpieza, de
intendencia en general. Y más todavía me espantaba hacerlo en mercados,
mercadillos y comercio tradicional. Eso de llegar a una cola y tener que
esperar a que el tendero/a terminara su charla banal con la clienta cotilla de
turno, que le contaba su vida y la de todo el barrio… qué pesadez. Por eso lo
evitaba como a la peste, y compraba en el súper del barrio donde yo cogía las cosas,
las pesaba y sólo hacía cola, bastante neutra y sin charlas, frente a una
aséptica caja con su eficiente cajera que tardaba como tres segundos en
atenderte.
Pero
eso fue hasta que conocí a mi marido, gran amante de los mercados, mercadillos
y comercio tradicional de toda índole y pelaje, cuanto más abarrotados mejor. A
él le encanta llegar y con un sonriente “qué tal”, pegar la hebra, esto es,
iniciar una conversación insustancial sobre el tiempo, la política, la vida en
general, con el comerciante de turno, formando una cola de padre y muy señor
mío. Al principio me desesperaba. Quería irme, morirme, abandonarle a su
suerte. Pero él insistió en llevarme a tales sitios, aburridísimos para mí
hasta que empecé a integrarme en el ambientillo. Entonces, después de un tiempo,
empecé a hablar yo también. Primero con monosílabos, cual mono de feria
enfurruñado. Después, incorporando alguna que otra sonrisa.
Ahora
me encantan mis conversaciones del sábado por la mañana con Mari, mi pescadera
de cabecera, y Pablo, su hijo. Y con Paquito, el olivero, amigo del colegio de
Enrique, mi marido, y ahora amigo mío por matrimonio. Y con Rafa y su mujer,
del puesto de los quesos y fiambres. Incluso las echo de menos durante el resto
de la semana. Estoy hablando concretamente de la gente de los puestos del Mercado de Carolinas, lugar que frecuento
desde hace aproximadamente 20 años. Todos estos profesionales, y algunos otros,
se han ido convirtiendo con el paso del tiempo en amigos, a veces confidentes,
personas con las que hablo al menos una vez por semana, más que con algunos de
mis amigos más íntimos a los que por unas cosas o por otras veo con menos
frecuencia. Debo confesar que ahora me encanta: eso de agarrar un gallo de San
Pedro por lo ojos mientras Mari me cuenta cómo ha procesionado con teja y
mantilla esta Semana Santa con el paso de su parroquia; o degustar una aceituna
aliñada por Paquito al tiempo que comentamos la última serie de moda de HBO o
de Netflix…
Ahora,
amigos y amigas, no puedo pasar sin ellos, sin sus consejos y chascarrillos
semanales y, sobre todo, sin sus productos, que son de lo mejor que se puede
encontrar en Alicante a un precio razonable. Os los recomiendo muy
encarecidamente. Visitadlos, probad su mercancía y luego ya si eso, me contáis…