Desde que nací hay una cosa que me
trae literalmente de cabeza: mi pelo. Tengo mucho y siempre me ha gustado
llevarlo muy largo (una vez me lo corté y casi me da un patatús; no salí de
casa hasta que consideré que me había crecido lo bastante como para poder lucir
una melenita decente). Debo decir que recuerdo con horror la torturante “toga”
que me hacía mi madre para poder llevarlo liso cuando tenía 15 años – ya
sabéis, pelo tirante enrollado a la cabeza en una dirección y envuelto en una toalla
durante una hora, y luego en sentido contrario durante otra -. Aparte de esas
manipulaciones en las que como ya he dicho intervenía mi madre, yo nunca he
sabido cuidármelo. Me aplico cuantos champús especiales y cremas hidratantes
caen en mis manos, eso sí. Pero no sé ni ponerme una horquilla, mucho menos
alisármelo, hacerme un “brushing” (¿¡¡?), un recogido o simplemente peinármelo
como dios manda con cierta gracia. Por eso, como para la mayoría de las cosas de
mi vida, recurro a los profesionales, es decir, a los peluqueros. Aunque en mi
caso debería decir AL PELUQUERO, porque a pesar de haber “tonteado” con unos
pocos, para mí sólo existe uno: mi amigo Terino.
Nos
conocimos a través de una amiga común hace años (muchos), recién llegado él de
París, después de haber estudiado peluquería durante más de un año en L’Oréal,
y yo recién abandonado el nido familiar, joven inexperta ávida de comerme el
mundo. Durante cierto tiempo compartimos círculo de amistades y experiencias
nuevas y tremendamente excitantes. Para más inri, Terino era un bombón, de una
guapura extrema, angelical y demoniaca a la vez, a lo Alain Delon. Vamos, que
era un chico guapo de solemnidad. Ahora también, porque los años no le han
tratado mal y se ha convertido en un hombre apuesto y guapetón. Pero claro, no
se puede comparar la belleza de los 20-30 años con la de la madurez. Esto, que
sirve para todos, es un axioma universal, cosa molesta e inevitable al mismo
tiempo.
En
aquellos días, aparte de ser un artistazo del cepillo y el secador, era un
magnífico fotógrafo, un mago del blanco y negro que te hacía parecer una estrella
de cine con un foquito y cuatro trapos estratégicamente colocados. Y cómo nos
divertíamos… Así es que Terino ha sido desde siempre, además de uno de mis
mejores y más queridos amigos, mi peluquero de cabecera. Al cabo, los avatares
de la vida nos separaron durante un cierto tiempo, aunque la misma vida nos
volvió a reunir a la vuelta de unos años. Desde entonces ya no nos hemos vuelto
a separar ni como amigos ni como clienta-peluquero. No sé qué haré con mi pelo
el día que se jubile. Probablemente no me lo corte ni me lo tiña en señal de
duelo hasta que parezca la versión femenina de Robinson Crusoe y entonces le
pediré consejo para ponerme en manos de alguien que él considere digno sucesor
de su arte.
Actualmente
su peluquería está en la calle VicenteInglada, número 14, de Alicante, justo al lado del Mercado Central, y se
llama MARCO SANTANA Peluqueros. Sus
ayudantes son la dulce Nidia y el discreto Víctor, un auténtico artista del
brushing (cepillado para los de la LOGSE), ambos grandes trabajadores y
estupendas personas. Os la recomiendo.
Elia
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