El juego es un tipo de actividad humana que no
persigue más objetivo que la diversión, una placentera manera de emplear el tiempo sin
la imperiosa necesidad de alcanzar metas ni objetivos. El juego es un fin en sí
mismo, no es un medio a través del cual
podamos conseguir nada que tenga un sentido práctico para nosotros.
Es un conjunto de usos cuya precaria utilidad comienza y termina en el mismo instante en que
estos cumplen su función como fuente de esparcimiento. Sólo sirve para pasar el
rato amenamente sin otras consecuencias. Es justamente lo contrario del
trabajo. Por esa razón solemos equivocarnos cuando afirmamos que los juegos
eróticos son un preliminar, una especie de aperitivo, un trámite conductual
cuya función es garantizar la lubricación femenina o la erección masculina para
llegar al plato principal, al grano, al meollo del asunto.
El juego erótico es la esencia misma de la
sexualidad. Desde el momento en que hemos liberado a nuestros placeres de su
cometido instintivo, el sexo ha dejado de ser un trabajo físico para la
perpetuación de la especie y se ha transformado en un juego. En realidad no
afinamos los instrumentos para interpretar una pieza sinfónica, sino que
improvisamos, hacemos que surja una melodía, nos recreamos con armonías que
nacen en nuestro interior como hacen los músicos de jazz. No calentamos motores
para estar en la pole y ganar la competición, sino que corremos por la alegría
de estar vivos, por el gustazo de sentir la energía que recorre nuestros músculos.
No hacemos el “acto” como ordenan las
jerarquías sanitarias y eclesiásticas, sino que nos refocilamos, insistimos una
y otra vez en disfrutar de los placeres corporales, demorándonos en la
diversidad ilimitada de nuestras zonas erógenas. Nos comemos el pastel y la
guinda sin importar el orden de los factores. Que para trabajar ya nos basta
con la reforma laboral.
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